Wednesday, April 12, 2006

Corría un airecillo templado que presagiaba días de tormenta. Así empezó todo.
El viento se llevaba el humo y las palabras de los fumadores tranquilos en la cubierta del transbordador que cruza el estrecho del Bósforo. Las gaviotas, guardafronteras milenarias de las costas, acompañaban el trayecto atentas a los trozos de roscas y pan que lanzaban los pasajeros. A una distancia prudencial, antes de volver a sus garitas de vigilancia, se sentaban a reposar en las olas que mecen calmadas la vida de los pescadores.

El extranjero llegó a la parte asiática de Estambul y tomó el autobús que le llevaría a una tierra de fantasías naturales, donde cada historia está escrita en forma de rocas caprichosas, grutas inverosímiles y cavernas troglodíticas, como un gallardo envite a las más elementales normas del equilibrio y de la historia. Nuestro protagonista se embarcaba en un viaje hacia la tierra de Capadocia.

Tuesday, April 11, 2006

La tierra de los hermosos caballos

Cuando despertó, el autobús se deslizaba por una inmensa planicie que sus ojos no lograban abarcar. La estepa anatolia se extendía ora verde, ora parda, con una tozudez que sólo algunas verrugas montañosas –y las carreteras, como arañazos negros–conseguían disturbar.

Turquía está protegida por dos inmensos dragones escamosos que semejan montañas. El del norte recibe varios nombres, según se trate de su cabeza, cuerpo o extremidades; pero nosotros, como los antiguos romanos, le llamaremos Pontos. El que se extiende al sur, que también es el mayor, recibe el nombre de Tauro. Estos dos monstruos yacen enroscados, dejando una inmensa llanura en el centro.

Por esta barriga de animales dormidos, se deslizaban en ese momento los pensamientos del extranjero. La autopista que comunica Ankara con el este comenzaba a llenarse de camiones cargados de gas o de bovinos camino al antiquísimo mercado de Oriente Próximo.

El bus pronto enfiló hacia carreteras secundarias toscamente asfaltadas donde los rebaños de ovejas legendarias no tienen menos preferencia que el resto de vehículos. Como vigilantes invisibles, las níveas faldas del volcán Hasán se envolvían en la niebla, apareciendo sólo en modo de sombras para alertar de las dificultades de la senda.

Con permiso del monstruo Tauro, la zona comenzó a escarpar y la llanura se volvió un pedregal oscuro de tierra pobre. Miles de años de cálidos ríos y nieves extremas hiceron languidecer una tierra sólo apta para las rutas comerciales; un par de siglos de desarrollos tecnológicos eliminaron cualquier interés geoestratégico de una zona antes codiciada por asirios, hititas, persas, griegos, macedonios, caldeos, romanos y turcos.

Los habitantes de la zona que se extiende al sur de la grieta de Ihlara, supo más tarde el extranjero, se dedican a cultivar patatas. Su tierra alarga un cansado cuerpo marrón oscuro hasta las casas de una planta y techumbre horizontal, dejando sólo respiro para algunos tímidos verdes del barbecho. Hace unos años, sin embargo, el suelo derrotado no pudo devolver tubérculos a sus habitantes y les dio cáncer, el colmo de la pobreza.

En uno de estos pedregales de oscuro ocre, donde la llanura se vuelve ondulada al amparo del volcán Hasán, se abre un cráter inundado de agua templada y peces. El viento soplaba fuerte sobre la hendidura amontonando los cabellos del extranjero; las nubes de tormenta se confundían con las negras rocas; un poste de cableado eléctrico y un matojo de florecillas púrpuras eran todo signo de vida: Hasán, desde sus nieves perpetuas, aprovechó el enigmático momento para lanzarle un último mensaje.

El extranjero descendió de entre las rocas en las que se había cobijado pensando en las palabras del volcán. En su vida había llegado a tales longitudes, jamás se había arrodillado ante ningún ídolo, pero la magnitud del paisaje que lo rodeaba le produjo un pequeño escalofrío.

Tras recuperar la ruta, dejando Ihlara en el sur, el paisaje se hizo más reposado, el pardo oscuro de las cimas dejó paso el pardo caqui de la ladera. El camino estaba salpicado de túmulos rocosos, gasolineras y pequeñas mezquitas coronadas de cúpulas metálicas para evitan la nieve que se acumula en los largos meses invernales.

Las rocas aún no habían adquirido sus vestidos de fantasía pero el extranjero lo sabía. Se hallaba ya en la Capadocia, la tierra que los persas bautizaran Katpadukia. “La tierra de los hermosos caballos”, enviados por sus sátrapas al asirio Asurbanipal o los legendarios Dario y Jerjes de Persia.

“¡Abre los ojos! -le habia dicho la montaña- cada una de estas piedras encierra la historia de miles de personas”.

Monday, April 10, 2006

Derinkuyu (la vida en el fondo del pozo)

Era un pueblo de casas de barro, piedras o bloques de cemento, áquellas más modernas. Al extranjero, en cuanto llegó, le dio la sensación de estar a medio construir o a medio derruir. No sabía, pensó, pero algo parecía haberse quedado a medio terminar, en un estado un tanto comatoso. El pueblo se llamaba Derinkuyu y como la mayor parte de los nombres turcos, también éste tenía un significado bien claro: el pozo subterráneo.

Entonces lo supo, la enfermedad que padecía el pueblo. La había visto ya en otras zonas rurales de otros países. Se llamaba Paro.

El Paro en Derinkuyu es más un estado físico que laboral. En efecto, nada se movía. Los ancianos en los poyos, las aceras o los cafés. Las mujeres mayores cosían muñecas de trapo y lentejuelas para vender a los turistas. Sólo quedaban en el pueblo los más viejos, hombres y mujeres, y los niños de menor edad, correteando detrás de sus abuelas para ayudarles con sus ojos infantiles a vender la mercancia.

Parecía que al resto de las generaciones se las había llevado la guerra. O la ciudad. Seguramente intentaban ganarse la vida en los mercados de otros lugares para traer un poco de movimiento al Derinkuyu adormentado.

A cada autobús que llegaba, las viejas se movilizaban con pasos torpones de reúma y agitando las muñecas o las telas, para hacer negocio.

“Ahora no hay trabajo –le explicó una abuela gordota que, como el resto, vendía muñecas de trapo y lentejuelas- cuando la gente se acordaba de Asmalı Konak[1] venían más turistas y nos las cogían de las manos, ahora tenemos que ponérselas delante y aún así no las compran”.

Cobraban dos míseras liras por juguete.

El extranjero decidió cambiar su billete de veinte liras (12 euros) para comprarle una muñeca a la señora así que se dirigió a la taquilla de las casas subterráneas –un ingenio habitativo ideado por los hititas y reutilizado después por los cristianos- que además era el único negocio floreciente del pueblo. Pero aquel señor de afeitado diario se desentendía de la suerte de sus vecinos y no quería saber nada de canjear el dinero untado en la fortuna del turista con las desgraciadas monedas que guardan el destino desgraciado de los habitantes de Derinkuyu. No se puede culpar a nadie de no querer mezclar su destino mediocre con la suerte del desfavorecido, pensó el extranjero.

De tienda en tienda, probó su empresa infructuosamente. ¡Nadie parecía tener dinero suficiente para cambiar doce euros! Aquí dejó a deber un botellín de agua porque el tendero, un hombre pausado de dientes amarillentos, sólo tenía pequeñas monedas en su oscura tienda de ultramarinos. Allá no pudo pagar un paquete de galletas pues el charcutero tampoco disponía de cambio. Finalmente, un vendedor que daba la impresión de vivir más desahogadamente, realizó la transacción por otro botellín de agua.

“Pobre chiquillo, ¡a ver si se ha perdido!”, exclamaba la anciana cuando regresó el extranjero. Encomendándole a Dios, le agradeció la compra y se volvió a su puesto.

Pero en el pueblo no todo sabía a tristeza decadente. El aire que se respiraba olía fuertemente a paja y a grano. Y ese olor significaba que había animales que alimentar, que nacen, crecen y mueren. Vida. Aunque sea en el fondo del pozo.



[1] Serie televisiva turca de éxito que tenía lugar en un pueblo de la región, concretamente en Ürgüp

Sunday, April 09, 2006

Paisaje humano de la Capadocia


Por momentos al extranjero le parecía estar contemplando un paisaje de los Monegros aragoneses: colinas de blanca arenisca motejados de arbustos grisáceos. Aquí y allá, distribuídos con moderación, las flores blancas y rosas de un cerezo daban algo de alegría.

La nieve cubre completamente la Capadocia durante tres o cuatro meses, los cambios estacionales son repentinos y las lluvias, torrenciales. Numerosos ríos subeterráneos, algunos de agua a 60 grados, recorren el subsuelo. Estos factores han provocado una erosión constante del suelo volcánico de lava y tufa.

Las lenguas de tierra roja y amarilla, deshaciéndose en tiempos diferentes conforman un paisaje intenso y caprichoso, uno de los más fascinantes sobre la faz del mundo.

En el centro de Capadocia los pueblos experimentaban una expansión impresionante hecha de sangre fresca, bombeada por los ladrillos y el turismo. Nuevas casas y nuevos hoteles crecían a ritmo acelerado mientras que las gallinas, mobiliario urbano del resto de la Anatolia Central habían desaparecido o se cobijaban en extraños baluartes de rocas y cuevas –las casas más pobres- como refugiados griegos. Algunos rebaños de ovejas ramoneaban entre los cascotes de los edificios, compuesto de un sustrato que quién sabe si no formará parte de las futuras figuras mágicas en próximas erosiones.

Friday, April 07, 2006

Avanos




La roca que se erigía sobre una columna erosionada de arenisca asemejaba a un pezado de barro puesto sobre el torno y listo para ser trabajado por un alfarero del tamaño de un dios. Ni siquiera las dos tierras parecían tocarse, una grieta con aspecto de frontera las separaba. Los hombres, que trabajan la arcilla en la zona, sólo se habían limitado a imitar a su maestro natural.

Thursday, April 06, 2006

Isa y el iconoclasta

¿Qué genero de personas habitaron este lugar? ¿Qué caterva de gentes dedicó sus vidas –en un clima invernal inhóspito- a oradar las montañas y llenarlas de devotas pinturas a un dios que ni siquiera supo defenderles de las sucesivas invasiones que sufrieron?

"¿Se trataba de un pueblo perseguido, de pacíficos ascetas o de fanáticos religiosos?" –se preguntaba el extranjero.

Sólo sabemos, a partir de los libros, que la zona ya estaba habitada desde el 7.000 a.C. y que en la Edad de Bronce floreció también en este lugar de Anatolia el Imperio Hitita, un estado dedicado fundamentalmente al comercio que desarrolló impresionantes rutas. Posteriormente la zona fue disputada por Frigios y Lidios, dos pueblos indoeuropeos que adoraban a la diosa Cibeles. Hasta el último monarca de la saga de los Reyes de Capadocia que murió con Arquelao en el momento que su reino pasó a manos del imperio Romano, conducido en aquel momento, las últimas décadas antes del advenimiento del calendario crisitano, por Tiberio.

Capadocia sufrió de los vaivenes de Roma así como de la propagación de una religión de nueva factura diseminada por un histérico con delirios de grandeza: Pablo de Tarso. Entonces, monjes de Siria y Egipto comenzaron su retiro en las colinas de Capadocia.

El estatuto de los cristianos cambió totalmente cuando el emperador Constantino declaró la nueva religión oficial desde la Cólquide a las Galias. Los refugiados y perseguidos se convirtieron inmediatamente en opresores, lanzados en vendaval vengador a la supresión de toda cultura anterior. Sin embargo, las constantes incursiones de los persas, y posteriormente de los árabes, los arrojaron de nuevo a las cuevas y las ciudades subterrráneas. La progresiva decadencia de Bizancio facilitó a los turcos selyúcidas conquistar este pedazo de Anatolia; los monjes y las comunidades cristianas pudieron mantener sus tradiciones. Aún así siguieron aferrados a sus rocas.

Pero ¿por qué aislarse de tal manera en unos valles donde la vida sólo se ofrece en forma de renacuajos viñedos y pequeños arbolillos que crecen en los orificios de las rocas cuando, unos kilómetros montaña abajo corrían prósperas rutas comerciales?

Mientras la crisis abría un encendido debate entre las iglesias de oriente y occidente que discutían la procedencia o no de representar a los santos y al Señor –a nuestro extranjero parecíale una discusión aún no acabada-, legiones de iconoclastas se aprestaban a cumplir las órdenes de Leon III el Isaurio. El emperador bizantino había dispuesto la supresión total de las imágenes de Dios y sus acólitos y la primera etapa de la punitiva expedición no podía ser otra que las colonias de monjes de Capadocia.

Un eremita barbudo y analfabeto, cubierto con raídas pieles de carnero, mojaba sus manos en la húmeda tierra rojiza que rodeaba su cueva para preparar la pintura. La lluvia caía en el exterior como miles de lanzas de fina punta. En el interior de la cueva, la luz de una modesta linterna de pellejo y grasa iluminaba el gesto hosco del troglodita, aprendido solo, con la única compañía de otros ermitaños de gestos hoscos y pocas palabras. Pero la vela ardía con una llama oscura que lo impregnaba todo de un humo negro con penetrante olor a oveja, incrementando así el mal humor natural de su dueño. Con la manos rojas de barro comenzó a pintar cuadriculados gallos en la bóveda natural que formaba su oquedad, después continuó con las columnas que, con tanto trabajo, habían tallado sus anteriores ocupantes en inviernos ya pasados. Líneas zigzagueantes, cruces griegas… en un momento dado se detuvo en su tarea y dirigió su vista al exterior, donde una luz gris lo presidía todo. Desde la escarpada roca se divisaba el impresionante valle, allá abajo. Seguía lloviendo. El hombre acuclillado pensó con recelo en la nueva comunidad de iconodulios[1] que se había instalado recientemente en el hueco de una montaña vecina. Eran refugiados de Cesarea. No con menos ingenuidad infantil que los iconoclastas, los recién llegados dibujaban figuras antropomorfas, representando a la Virgen y a San Jorge. Aquellas imágenes profanas…

El extranjero caminó unos metros. Allá arriba, en uno de aquellos agujeros impracticables, debía haber vivido el fanático monje. La vista desde aquí también era impresionante: a sus pies se extendía un inmenso tablero de ajedrez, con una partida lista para ser empezada. “No -el extranjero se lo pensó mejor-. E3, F6, G5…”. Las figuras se hallaban a la deriva, cada una absorta en su propio combate, en una inextricable partida. Extraña como partida, pues todas las figuras parecían del mismo color, o semejante, y si perecían lo harían en lucha fratricida, del mismo modo que en la guerra verdadera. Como una inmensa metáfora la partida había quedado suspendida a la espera de que los grandes reyes del pasado despertaran y movieran ficha.

El extranjero caminó entre las figuras…

El soldado de Leon III avanzó espoleando su montura, dispuesto a terminar con la vida del monje iconodulio, que imploraba piedad a sus ídolos. Pero ese dios milenario que proteje sólo la vida de algunos detuvo con un fulmíneo rayo la trayectoria homicida de la espada. Los dos personajes, cada uno con sus culpas, quedaron así convertidos en piedra, tocados con sombreros de rocas de basalto, a merced de la erosión de las lluvias y de los siglos.

El extranjero corrió alarmado a la cafetería más cercana e intentó apagar, con un te de manzana ardiendo entre sus manos, los sofocos que le causaba tal sucesión de visiones mágicas. Pero las imágenes de los eremitas volvían sin cesar a su cabeza. Aquellas imágenes profanas, las disputas entre iconoclastas e iconodulios…

Las figuras antropomorfas y coloreadas habían enfurecido sin duda al Señor, quien devolvía la ofensa en forma de rayos y truenos. “Con seguridad mi dios geométrico –pensó el barbudo- no dejaría sin castigo a tan sacrilega comunidad”.

¿Y las mujeres? ¿Existían mujeres en las comunidades de Göreme y Zelve? La supervivencia de la especie y la propagación de las creencias así lo imponían. Pero el extranjero había tropezado con algunas figuras del demonio encarnado en formas femeninas, con esa misoginia habitual que caracteriza a los seguidores de las diferentes versiones del Libro.

“Ay, eremita –reflexionó más tarde el extranjero- al final no os quedo más remedio que entenderos”. Primero la devota Irene en el Concilio de Nicea y finalmente la emperatriz Teodora, en el siglo IX, pusieron fin a las disputas.

Al día siguiente, más calmado de sus sueños, el extranjero volvió a las rutas naturales tejidas a través de cientos de años de comercio racional. La carretera, en esos lugares, está trazada sobre una de las vías de la ruta de la seda, dejando a los lados restos mejor o peor conservados de caravasares y postas para el descanso de las reatas de burros y camellos.

Ahora la cruzan camiones cargados hasta el doble de su altura, cubierta la mercancía con lonas de plástico azul o verde, camino de la gran ciudad. Las casas, con la techumbre combada de la nieve invernal, se esforzaban en dar la mejor cara en su despedida del extranjero.



[1] Los partidarios de representar a los personajes de la Biblia como figuras humanas durante la crisis Iconoclasta.

Wednesday, April 05, 2006

Epílogo

El final de un camino siempre es melancólico. Atrás quedan las vivencias, las personas, las imágenes, que continuarán su vida autónoma sin cuidado de las memorias del viajero. Éste habrá dejado desperdigadas parte de su yo en aquellos lugares que, aunque retorne a visitar, jamás recuperará. Sus pedazos de corazón, ajados, no volverán a florecer sino en su recuerdo. Hasta que vuelva a emprender la ruta.

Al extranjero, las luces de la ciudad se le antojaban excesivas. Por todas partes crecían edificios, torres de acero, luminosos de neón. Quizás se ha vuelto un poco eremita. Añora las piedras y las rocas.