Tuesday, April 11, 2006

La tierra de los hermosos caballos

Cuando despertó, el autobús se deslizaba por una inmensa planicie que sus ojos no lograban abarcar. La estepa anatolia se extendía ora verde, ora parda, con una tozudez que sólo algunas verrugas montañosas –y las carreteras, como arañazos negros–conseguían disturbar.

Turquía está protegida por dos inmensos dragones escamosos que semejan montañas. El del norte recibe varios nombres, según se trate de su cabeza, cuerpo o extremidades; pero nosotros, como los antiguos romanos, le llamaremos Pontos. El que se extiende al sur, que también es el mayor, recibe el nombre de Tauro. Estos dos monstruos yacen enroscados, dejando una inmensa llanura en el centro.

Por esta barriga de animales dormidos, se deslizaban en ese momento los pensamientos del extranjero. La autopista que comunica Ankara con el este comenzaba a llenarse de camiones cargados de gas o de bovinos camino al antiquísimo mercado de Oriente Próximo.

El bus pronto enfiló hacia carreteras secundarias toscamente asfaltadas donde los rebaños de ovejas legendarias no tienen menos preferencia que el resto de vehículos. Como vigilantes invisibles, las níveas faldas del volcán Hasán se envolvían en la niebla, apareciendo sólo en modo de sombras para alertar de las dificultades de la senda.

Con permiso del monstruo Tauro, la zona comenzó a escarpar y la llanura se volvió un pedregal oscuro de tierra pobre. Miles de años de cálidos ríos y nieves extremas hiceron languidecer una tierra sólo apta para las rutas comerciales; un par de siglos de desarrollos tecnológicos eliminaron cualquier interés geoestratégico de una zona antes codiciada por asirios, hititas, persas, griegos, macedonios, caldeos, romanos y turcos.

Los habitantes de la zona que se extiende al sur de la grieta de Ihlara, supo más tarde el extranjero, se dedican a cultivar patatas. Su tierra alarga un cansado cuerpo marrón oscuro hasta las casas de una planta y techumbre horizontal, dejando sólo respiro para algunos tímidos verdes del barbecho. Hace unos años, sin embargo, el suelo derrotado no pudo devolver tubérculos a sus habitantes y les dio cáncer, el colmo de la pobreza.

En uno de estos pedregales de oscuro ocre, donde la llanura se vuelve ondulada al amparo del volcán Hasán, se abre un cráter inundado de agua templada y peces. El viento soplaba fuerte sobre la hendidura amontonando los cabellos del extranjero; las nubes de tormenta se confundían con las negras rocas; un poste de cableado eléctrico y un matojo de florecillas púrpuras eran todo signo de vida: Hasán, desde sus nieves perpetuas, aprovechó el enigmático momento para lanzarle un último mensaje.

El extranjero descendió de entre las rocas en las que se había cobijado pensando en las palabras del volcán. En su vida había llegado a tales longitudes, jamás se había arrodillado ante ningún ídolo, pero la magnitud del paisaje que lo rodeaba le produjo un pequeño escalofrío.

Tras recuperar la ruta, dejando Ihlara en el sur, el paisaje se hizo más reposado, el pardo oscuro de las cimas dejó paso el pardo caqui de la ladera. El camino estaba salpicado de túmulos rocosos, gasolineras y pequeñas mezquitas coronadas de cúpulas metálicas para evitan la nieve que se acumula en los largos meses invernales.

Las rocas aún no habían adquirido sus vestidos de fantasía pero el extranjero lo sabía. Se hallaba ya en la Capadocia, la tierra que los persas bautizaran Katpadukia. “La tierra de los hermosos caballos”, enviados por sus sátrapas al asirio Asurbanipal o los legendarios Dario y Jerjes de Persia.

“¡Abre los ojos! -le habia dicho la montaña- cada una de estas piedras encierra la historia de miles de personas”.

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